Por Daniel Alberto Dessein
El nacimiento de LA GACETA Literaria está íntimamente ligado a Ernesto Sábato. Por eso el relato del surgimiento de la relación de estas columnas con el autor de El túnel lo voy a narrar en primera persona.
Conocí a Ernesto en Tucumán, en 1949, a raíz de unas conferencias que había venido a dar junto a Borges. Concluida su labor, Sabato decidió quedarse a pasar una temporada, fascinado por la forma en que lo habían tratado. Durante su estadía, un grupo de muchachas y muchachos le mostramos a Sabato distintas facetas de Tucumán en medio de larguísimas charlas que invariablemente terminaban a la madrugada en alguna de nuestras casas. Sabato nos llevaba algunos años y actuaba como "decano" del grupo, pero alejado de toda solemnidad. Nos enseñaba muchas cosas; entre otras, a jugar y a divertirnos con las ideas. Así aprendimos entretenimientos de ingenio que Sabato había conocido a través de sus amigos surrealistas durante su residencia en el París de entre guerras.
Ese mismo año inicié LA GACETA Literaria y Ernesto, quien era ya un hombre prestigioso en el mundo de las letras, fue uno de los colaboradores fundacionales (en este número reunimos algunos de sus textos iniciales). Su firma y sus gestiones fueron esenciales para el despegue de una sección dirigida por un "chiquilín" (yo tenía en ese entonces 22 años). Gracias a él llegaron a esas precoces páginas autores como Silvina Ocampo, Adolfo Bioy Casares, Carlos Mastronardi o Vicente Barbieri. Y a partir de ese grupo de colaboradores, y de otros que pronto se sumaron, tomó forma un proyecto que hoy ya tiene más de seis décadas de vida.
A lo largo del tiempo nos vimos muchas veces. Solía visitarlo en su casa de Santos Lugares, la misma en la que vivió por más de 60 años, donde compartíamos largas charlas. En alguna oportunidad le conté la historia de un antecesor mío (y de todos los accionistas de este diario). Se trataba de Patrick Island, un oficial irlandés del ejército inglés que había sido apuñalado por un negro, en una calle de Buenos Aires, mientras participaba en las invasiones inglesas de 1807. El dueño de la casa al frente de cuya puerta había quedado tendido Island, lo llevó hasta una cama en la que sería curado por su hija. Island se quedó en Buenos Aires, se convirtió en Patricio Isla, se casó con la mujer que lo había atendido, participó en las guerras de la Independencia bajo las órdenes de Lavalle y lo siguió en las luchas civiles hasta la retirada al norte. En esa retirada, Patrick se retrasó en Tucumán junto a dos de sus hijos. Uno de ellos le llevó una carta a un viejo amigo tucumano y, cuando volvió a buscar a su hermano y a su padre, vio cómo los fusilaban contra una de las paredes de la iglesia San Francisco. Así, el hijo del irlandés se quedó en Tucumán, repitió la historia de su padre casándose con la hija del dueño de la casa que lo había alojado, engendró a mi bisabuela e hizo posible que yo existiera.
En 1961 me encontré con mi antecesor Patrick Island convertido en Patrick Elmtrees, uno de los personajes de Sobre héroes y tumbas. "El Destino no se manifiesta en abstracto sino que a veces es un cuchillo de un esclavo y otras veces es la sonrisa de una mujer soltera" leía en esa gran novela, el mejor libro de Sabato.
La última vez que nos encontramos fue en Tucumán, en octubre del año 2000. Había venido a Tucumán, con Eduardo Falú, para ofrecer un espectáculo abierto al público en la Plaza Independencia: "El romance de la muerte de Juan Lavalle", un recital poético folklórico que recreaba la retirada en la que había perdido la vida Patrick. Poco antes, los periodistas habían tratado de entrevistar a Sabato en el hotel en que se hospedaba, pero infructuosamente pues Ernesto, quizá agobiado por el calor, se negó a hablar con ellos. Previsor, el cronista de LA GACETA llevaba una carta mía en la que, entre muchos recuerdos personales, invitaba al escritor a visitar el diario. Ernesto aceptó y, aunque estaba sobre la hora de comienzo del acto público, llegó a mi oficina de LA GACETA, seguido por un nutrido acompañamiento, que integraban Falú, los organizadores de la presentación, una legión de periodistas que lo filmaban y fotografiaban compulsivamente y una cantidad de personas que no se sabía bien quienes eran, pero que entraron en tropel a mi despacho transformándolo en el camarote de Groucho Marx. Logré sentarme junto a Ernesto en un rincón, pero separado de mi secretaria por una pared humana, de manera que ella no lograba hacer llegar al sediento visitante -que había estado varios minutos atrapado en el ascensor de LA GACETA por un problema técnico- el vaso de agua que pedía.
En medio de ese tumulto chaplinesco pudimos fugarnos con Ernesto a ese Tucumán de fines de la década del 40 que ambos añorábamos y recrear los inicios de mi aventura juvenil. "Lo que más me costó -me dijo esa noche de dulce melancolía y quemante infierno- fue convencerla a Victoria Ocampo". Lo cierto es que la convenció y me convenció a mí de que LA GACETA Literaria era viable. El Destino, en 1949, se manifestó a través de un hombre brillante y generoso. Sin Ernesto, seguramente, estas páginas no existirían.
© LA GACETA
'Lo que más me costó -me dijo esa noche de dulce melancolía y quemante infierno- fue convencerla a Victoria Ocampo'. Lo cierto es que la convenció.
Nos vimos muchas veces. Solía visitarlo en su casa de Santos Lugares, la misma en la que vivió por más de 60 años, donde compartíamos largas charlas.
Ernesto (...) fue uno de los colaboradores fundacionales. Su firma y sus gestiones fueron esenciales para el despegue de una sección dirigida por un 'chiquilín'.